Por: Jorge Iván Bula, Decano Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Nacional de Colombia
Los recursos que propone la reforma a la Ley de Educación Superior Pública son nimios para pensar en el mejoramiento de la calidad y el incremento de coberturas. La educación no se puede tratar como un bien normal, pues la producción de conocimiento es mucho más compleja que la de cualquier otro bien o servicio.
La Ley 30 de 1992 está lejos de haber catapultado el sistema de educación superior del país hacia los propósitos señalados en su artículo primero, y tampoco ha contribuido a alcanzar los objetivos constitucionales consignados en el artículo 67 de la Constitución Nacional sobre “facilitar el acceso al conocimiento, la ciencia y los demás bienes y valores de la cultura”.
Si bien es cierto que la norma abrió el espacio para la entrada de un mayor número de actores al sistema de educación superior, con una proliferación importante de instituciones de la más heterogénea gama de condiciones de calidad y pertinencia (la cobertura habría pasado de 14,9% en 1995 a 24,6% en 2005, según una serie construida por el MEN en el año 2006), la ampliación de la oferta de programas y las garantías de su calidad han dejado mucho que desear. Aunque la Ley 30 creó los mecanismos para la verificación de la calidad con la creación del Consejo Nacional de Acreditación (CNA), este proceso es de carácter voluntario conforme a su artículo 53. Giraldo, Abad y Díaz1, antiguos consejeros del CNA, opinan:
“Es evidente que el crecimiento desbordado de programas se ha llevado a cabo, en muchos casos, sin tener en cuenta las necesidades reales de la comunidad educativa, sin un proceso de planeación adecuado, sin contar con recursos para prestar el servicio con niveles mínimos de calidad y, lo que es peor, con un claro y casi único propósito de lucro” (subrayado añadido).
En efecto, así lo sugieren los resultados del propio sistema de acreditación: a 2010 había 932 programas acreditados, y en 2008 lo estaban 774 de 6.133, es decir, el 12,6%2. De aproximadamente 282 instituciones3, para 2010 solo estaban acreditas 18 (6%) instituciones de educación superior (IES), 8 de ellas en los últimos cuatro años, a una razón de dos por año –y menos, si se toma todo el periodo de 2001 a 2010–. Vale la pena señalar que de los programas acreditados a mayo de 2010, un 86% son universitarios, y del total, cerca del 51% son de entidades oficiales que a su vez representan el 28% de IES del país y participan con el 55,4% de la matrícula para 2010. Por su parte, de las instituciones acreditadas, 16 (89%) son universidades.
Desde el punto de vista del financiamiento de la Educación Superior, y en particular de la educación pública que como se infiere de lo dicho sigue siendo el músculo más importante del sistema, la Ley 30 tampoco supuso un apoyo significativo para su desarrollo.
Descenso sistemático
Según cálculos efectuados por Carlos Garzón4, los aportes de la Nación a las universidades públicas habrían tenido un decrecimiento importante entre el periodo 2002-2008 como porcentaje del PIB. En el primer año, estos habrían sido del orden de 0,292% y habrían descendido de manera sistemática hasta alcanzar en 2008 tan solo un 0,112%, es decir, su participación se redujo en más de la mitad. Recordemos que entre los años 2004 y 2007 la economía colombiana creció por encima del 5% (solo en 2005 fue ligeramente menor:
4,7%)5, antes de que se comenzaran a resentir los efectos de la crisis financiera internacional del 2008. Para ese mismo periodo, los aportes de la Nación comenzaban a situarse por debajo del 0,2% como porcentaje del PIB.
Es claro que la Ley 30 no solo tuvo un efecto perverso en el desarrollo del sistema de educación superior en su conjunto, sino que, teniendo las facultades para hacerlo, no fortaleció el sistema estatal. El crecimiento en cobertura de este último, muy a pesar de la política por parte de todos los gobiernos de mantener las trasferencias de la Nación a precios constantes, esto es, alineado con la inflación del año inmediatamente anterior, ha sido aparentemente el producto de dos factores fundamentales:
Por un lado, del impacto de la crisis de finales de los 90, que, como señala la Contraloría General de la República (CGR)6, se habría traducido en una reducción del 19% de nuevos estudiantes en el sistema entre 1997 y 2000; por el otro, del esfuerzo realizado por las IES estatales para mejorar sus condiciones de oferta tanto en calidad como en cupos. En relación con lo primero, entre los años 2002 y 2008 la tasa de matrícula en el sector público creció por encima del 10% a excepción del 2005, teniendo un pico significativo del 16,6% en el 20037, cuando la economía comenzaba su proceso de recuperación con tasas de crecimiento del PIB de 2,5 en 2002 y 3,9 en 20038.
Sobre lo segundo, así lo reconoce la misma CGR: “El aumento de la matrícula, realizado casi en su totalidad por el sector público, ha sido posible pese al descenso relativo de las transferencias de la Nación a las universidades públicas. Y aunque el Estado ha arbitrado mayores facilidades de crédito para estimular la demanda, el aporte realizado por el sector privado a la expansión de la matrícula ha sido más bien poco”9.
Hay que tener en cuenta, como la hace el informe de la CGR, que esto se da no obstante que las IES estatales tienen una participación sustancialmente menor en el conjunto del sistema. Como se ha mostrado en algunos estudios, la estrategia de subsidio a la demanda está lejos de tener un impacto significativo en cobertura.
Reproducción de la deuda social
El régimen financiero (Título VI) proyectado en la propuesta de reforma a la Ley 30, en lo concerniente a las IES públicas no parece cambiar sustancialmente el abandono progresivo en que las ha mantenido el Estado colombiano. Sin embargo, como se indicó, siguen siendo el músculo fuerte del sistema a pesar de su inferior representación dentro del mismo.
Los artículos 101 y 102 del proyecto son básicamente transcripciones del 84 y 85 de la Ley 30. El artículo 103, que reforma el 86, introduce dos variaciones importantes, una de ellas algo sutil. En lo fundamental, mantiene el carácter inercial de las transferencias de la Nación a precios constantes, solo que elimina una palabra que sugería que los gobiernos podrían transferir recursos superiores a la tasa de inflación, pues en esta se señala que dichas transferencias deberían significar “siempre” un incremento en pesos constantes. El proyecto la omite para estipular que deben significar un incremento en pesos constantes y no más que eso. Quizá es una forma de institucionalizar lo que había sido la práctica de los gobiernos desde la expedición de la Ley 30. La otra variación es la obligatoriedad de los entes territoriales para saldar las deudas pendientes con las IES públicas con las que tienen algún tipo de compromiso presupuestal.
El artículo 104 abre la puerta a aportes eventuales de la Nación o de los entes territoriales para proyectos de inversión, siempre y cuando no se afecte la base para el cálculo de las transferencias subsecuentes.
El artículo 105, tal vez el más importante a examinar en la reforma desde la perspectiva de las IES públicas, establece aportes adicionales (los que preveía el artículo 87 que a la fecha no han sido montos significativos), en función del desempeño de la economía: 30% de la tasa de crecimiento del PIB si este crece entre 0% y 5%, 40% si lo hace entre el 5% y 7,5%, y 50% para aumentos superiores del PIB al 7,5%. Si mi lectura es correcta10, eso en plata blanca significa que si se crece al 5%, los aportes adicionales serían del orden del 0,15%; si es al 7,5%, alcanzarían un 0,3%, y si por ejemplo es al 10% (una perspectiva muy lejana en el tiempo), los recursos adicionales se incrementarían en 0,5%.
Estos aumentos son nimios a la hora de pensar en el mejoramiento de la calidad y el incremento de coberturas, como propone la reforma. La Ley 30 preveía porcentajes no inferiores al 30% de la tasa de crecimiento del PIB (de ahí en adelante lo que quisieran los gobiernos), independientemente del valor de la variación, y por ello lo pírrico de los montos que con base en este concepto se distribuían entre las instituciones del Sistema Universitario Estatal (SUE) según indicadores de gestión.
Esto en lo fundamental no cambia. Por el contrario, limita la capacidad de acción del Gobierno imponiendo límites más precisos. Como lo señala el profesor Jorge Armando Rodríguez11, “… tanto la Ley 30 de 1992 como el proyecto de la administración Santos restringen en forma ostensible, la primera de hecho (en realidad más como resultado del proceso político que de la propia ley) y el segundo por diseño, las posibilidades de la educación superior pública de participar de los beneficios ligados a los incrementos de la productividad de la economía” (subrayados en el original).
Recursos adicionales
Los artículos 106 y 107 se refieren a recursos adicionales para un periodo que se extendería por ocho años (hasta el 2019), después del cual quedaría a voluntad de los gobiernos establecer el valor que deseen transferir a las IES públicas (lo que está por verse). Tales recursos, que además no afectarían de nuevo la base, no representan más del 3% de los ya transferidos, y serían distribuidos según el grado de complejidad de las instituciones, criterio que no queda claramente definido en el texto.
Lo cierto es que para las universidades reconocidas con mayor grado de complejidad, la Universidad de Antioquia, la del Valle y la Nacional, la cuota que les corresponde no contribuirá a resarcir los esfuerzos invertidos en los rubros sobre los cuales se pretende compensar: verbigracia, productividad académica de los docentes (por tanto incrementos salariales correspondientes), promoción de la investigación, generación de nuevos cupos, etc.
En conclusión, como bien lo sostienen los profesores Jorge Iván González y Edna Bonilla12, “ni este Gobierno –ni mucho menos los de Uribe I y II– han entendido que la educación y la salud de calidad tienen costos marginales crecientes. Esta realidad va en contravía del diagnóstico subyacente al proyecto de ley”. La calidad de la educación exige costos marginales crecientes si se quieren alcanzar niveles de excelencia. Al final, la educación no se puede tratar como un bien normal, pues la producción de conocimiento es mucho más compleja que la de cualquier otro bien o servicio. Pero además, como lo establece la misma Constitución, la educación, incluida la educación superior, es ante todo un derecho frente al cual todas las personas deberían tener una oportunidad, por eso la educación pública debe seguir siendo la puerta de acceso al sistema para los sectores más vulnerables de la población, y el buque insignia (flagship), como lo avizoraba en alguna oportunidad un viejo ministro de Educación del país, “proveyendo guía y orientación a los otros en el sistema”13.
1Uriel Giraldo, Darío Abad y Édgar Díaz. Bases para una política de calidad de la Educación Superior en Colombia (PDF). En: www.cna.gov.co/1741/articles-186502_doc_academico10.pdf. Consultado el 31-03-11.
2Datos del CNA y el SNIES (no hay información actualizada del número de programas a 2010).
3Dato SNIES de 2008, que suponemos en dos años no haya variado sustancialmente.
4Carlos Garzón. Educación Superior Pública en Colombia: ¿Escasez de recursos o de voluntad política? (PDF): versión 10-03-10.
5El crecimiento más alto fue en el 2007, equivalente a 6,9% con base en la nueva metodología del DANE.
6Contraloría General de la República. Inclusión y exclusión social en Colombia: educación, salud y asistencia social, Informe Social 2008, p. 87.
7Cálculos con base en información del SNIES.
8Nueva metodología del DANE.
9CGR. Ob. cit., p. 86.
10Los porcentajes señalados en el artículo se refieren a la tasa del crecimiento del PIB.
11Jorge Armando Rodríguez. Educación superior pública y presupuesto nacional: Fondos de un proyecto de reforma. Ver síntesis en: www.cid.unal.edu.co/cidnews/index.php/component/content/article/1852/1852.html
12Jorge Iván González y Edna Bonilla. Sin recursos públicos no hay calidad ni hay investigación. En: www.universidad.edu.co/index.php, consultado el 01-04-11.
13Jorge Balán. Higher Education Policy and the Research University: In Asia and Latin America. En: Philip G. Altbach & Jorge Balán. Transforming Research Universities in Asia and Latin America World Class Worldwide, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 2007.
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